Por Bruno Armendáriz T.
Nota: antes de poner en práctica cualquiera de los ejemplos que se le presentarán a continuación, asegúrese de tener entre sus pertenencias un vinilo de los mejores éxitos de Los Panchos. Y sí, debe ser un vinilo, porque sólo en su negra memoria encontrará la melancolía añeja que necesita. (Llámelo como quiera: tendencia hipster, reliquia superflua, síntoma de senectud, incluso un capricho, pues tanto usted como yo sabemos que la melancolía y demás ágiles tristezas son sólo eso, un capricho; así que deje de poner pretextos y busque ese vinilo en el sótano de la casa de sus abuelos, que seguro lo encuentra).
Primera
1.- Antes de melancolizarse sin retorno, haga un ejercicio de vejez y odie la actualidad con enjundia y decidida amargura. Ahora piense en su mejor nieto (virtual o no, y si ya no lo recuerda, qué bien que le sienta esto de la ancianidad) e indígnese por su incapacidad de amar como Pedro Armendáriz en Enamorada, o como Pedro Infante en sus buenos tiempos. Siga envejeciendo mentalmente hasta dominar su monólogo senil por excelencia, que deberá repetir religiosamente en cada sobremesa familiar: “No cabe duda de que el amor quedó estropeado en el momento en que las serenatas dejaron de cantarse bajo los balcones, por lo tanto la carta de aquel médico de buena familia o el abogado rico que rechacé por tu abuelo, entonces los 40 largos años de feliz matrimonio —más largos que felices, desde luego—, por lo que hubieras visto la cara de tu abuelo cuando ese contador me regaló este brazalete, que resultó era de latón y no de plata —qué cosas—; pero ustedes ya no sienten como en nuestros tiempos que compromiso y blanco y negro y Pérez Prado y para no hacerte el cuento largo, si el amor alguna vez existió, fue en el Salón México a la medianoche de un sábado en 1949”. Ahora proceda a colocar el vinilo en el tocadiscos; de preferencia comience por “El andariego”, y, una vez más, insulte a sus nietos por sus carencias pasionales.
Segunda
2.- Si usted es de esas personas que no lloran a menos que se den las condiciones óptimas de clima y compañía, revise los pronósticos meteorológicos de los siguientes tres meses y examínelos con prolijidad. Haga los cálculos debidos y seleccione el día en donde caerá una llovizna constante acompañada de rayos tenues, sencillo pero infrecuente fenómeno natural que propiciará la creación de un arcoiris cortito y apaciguado frente a su ventana. A su vez, este proceso meteorológico habrá de coincidir con la imagen de una mariposa ahogada en el tintero de su escritorio, o con el fatal acuatizaje de una mosca en su taza de café. Melancolía pura. Usted tendrá hasta entonces para encontrar en su lista de contactos a ese amigo al que nunca le cambió la voz y a ese otro que hablaba más grave que los demás desde el jardín de niños. Presumiblemente, el primero sollozará de forma aguda y el segundo hará lo propio en su registro más grave. Usted los citará en su casa el día previsto, de modo que al surgir el arcoiris frustrado, al morir la mariposa inundada de cartas que usted no repartió, o al estar su taza de café invadida y arruinada, usted y sus amigos sollozarán a tres voces al ritmo de “Contigo”.
Tercera
3.- Como usted seguramente sabrá gracias a nuestra intelectualidad de mediados del siglo pasado, nuestra condición de mexicanos entraña complejas contradicciones, oscilaciones impenitentes entre el recato y el desgarro emocional, entre el amor y la muerte (o el amor a la muerte, en su defecto) y entre la historia que nos identifica como pueblo en su unicidad y nuestras tentativas por fusionarnos a las corrientes universales de pensamiento. La deconstrucción de nuestra identidad rota, devenida en soledad —como bien apunta Paz—, supone un abismo crónico de frustraciones que nos han vedado la libertad y la autorrealización como individuos y como pueblos; ergo, el naufragio de la sociedad moderna del que somos partícipes todos y todas en el mundo. Aquí es donde entra el existencialismo y somos arrojados al mundo y nacemos y morimos solos y la autodeterminación del individuo y los sistemas modernos de control social y Foucault y no-obstante-empero-asimismo-cabe-recalcar que las concatenaciones intelectuales son inagotables. Sin embargo, se le escapa a la eminencia racional el factor bolero, aquel ámbar de saudade que trasciende nuestra imposibilidad de comprender al otro mediante la contradicción humana más amena: el orgullo-fatalismo.
El amor, como vehículo de la comunión y, por tanto, instrumento de combate ante la soledad y el vacío, se muestra con la premisa doble de curarnos de nuestra existencia e, irremediablemente, de exacerbar nuestro extravío con su pérdida inminente. El amor es a su vez una celebración del ser y la promesa de un final aciago, éxtasis de vida y pulsión de muerte fundidos en un monumento de plenitud y viñetas palpitantes: orgullo en el cauce y las minucias de un numen fatal. El bolero corresponde a este fenómeno con su despecho sonriente, y se yergue como la imagen de un misterio universal. De ahí que “Quizás, quizás, quizás” haya sido compuesta por el cubano Osvaldo Farrés, interpretada en una lengua extraña por uno de los mayores íconos norteamericanos del jazz, Nat King Cole, y utilizada como tema climático en una película hongkonesa de romance (In the Mood for Love, de Wong Kar Wai).
La eficacia del bolero para representar nuestra contradicción más fascinante, inscribe al oyente en la sociedad anónima e infinita de los apesadumbrados y los memoriosos. El bolero es el prisma exacto de las pasiones humanas, obediente al tenaz dogma de la aflicción; por eso, cada vez que usted reproduzca en su tocadiscos los mejores éxitos de Los Panchos, deberá recordar que está invocando sus desgracias petrificadas y, simultáneamente, estará firmando con sus lágrimas la suscripción al escabroso mundo de Pedro Armendáriz en Enamorada y de Pedro Infante en sus mejores tiempos, el territorio de la nostalgia.
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