Prefacio
Los campamentos en mi secundaria y prepa eran una actividad obligatoria. La costumbre era, cada año, visitar con toda la generación y algunxs maestrxs, algún lugar de la República, y hospedarnos en algún hotelito o acampar por varios días. Claramente, como alumnxs pasábamos todo el año anhelando el momento en el que se anunciara el lugar y las fechas en las que iríamos, ya que solían ser los días más felices del periodo escolar. Por mi parte, disfruté cada uno de los seis campamentos a los que asistí, unos más que otros, pero definitivamente el de Chiapas es el que más recuerdo. Si bien tengo cientos de historias que podría contar de ese viaje (por ejemplo cuando un compañero rompió con un cuchillo la tienda de campaña que una maestra le había prestado; o cuando un maestro nos descubrió a mi mejor amiga y a mí compartiendo un mojito; o cuando desaparecieron varixs compañerxs durante horas por haberse ido a Guatemala en kayak y regresaron más tarde por el bosque), hoy me parece pertinente contar la vez que visitamos San Juan Chamula.
Como breve contexto, San Juan Chamula es un poblado en la zona de Los Altos de Chiapas, cerca de San Cristóbal de las Casas, que mantiene las tradiciones de la etnia tzotzil-maya, de modo que es una de las pocas regiones que todavía promueven la enseñanza de su idioma y costumbres rituales. Tal vez la conozcan por su catedral, que por fuera parece ser una iglesia católica de la época colonial, como cualquiera otra, pero cuyo interior no alberga las tradiciones cristianas, o al menos no de manera convencional: aun si se celebra el bautismo y la veneración a ciertos santos, para los que mantienen altares dentro del edificio, en el mismo espacio se practica también la santería y otras actividades pertenecientes a las creencias prehispánicas, por lo que también hay flores, refrescos, gallinas muertas, hierbas, etc.
Una historia de muerte y música
Si mi memoria no me falla, antes de entrar al poblado llegamos al panteón. Recuerdo que el camión paró unos metros arriba de este y, al bajar, sentí una vibra casi mágica que recorría el lugar: una espesa neblina cubría el campo que se extendía bajo nuestros pies, se cruzaba y bailaba entre las cruces y los montículos de tierra que conmemoraban a los muertos del lugar, y hacía que el templo destruido que se alzaba al fondo pareciera todavía más tenebroso. Conforme íbamos descendiendo, comenzó a llegar una melodía que nunca antes había escuchado, y es que habíamos llegado justo durante la ceremonia de un entierro, por lo que se habían reunido en un círculo un gran número de personas. Pero lo que a mí más me llamó la atención fue que había un grupo de músicos (habrán sido una guitarra, un tambor y un acordeón, no recuerdo con exactitud) que dejaban salir melodías. A mi parecer eran demasiado alegres para el momento que se celebraba.
Más tarde, después de caminar varios minutos por la carretera y llegar finalmente a la catedral, entramos al lugar y la sensación de estar conectando con una espiritualidad que nunca antes había experimentado sólo fue acrecentando. Sin embargo, fue hasta después de eso que volví a sentir este choque de emociones, cuando, al caminar por las calles del lugar, de pronto pasamos por una casa de la que salían humos con olor a incienso y otras esencias y, de nuevo, una música desconocida para mí; de nuevo aquella música rítmica pero a la vez melodiosa, llena de sentimiento, nostálgica pero a la vez alegre. Cuando pregunté por ella, me dijeron que
Ahí velaban a un cuerpo, pero que más que lamentarse, celebraban. Me pareció algo precioso y definitivamente me marcó.
Rituales y perspectivas musicales
Años después de esto, me he encontrado varias veces frente a la muerte de personas conocidas y las ceremonias que ello implica. Claro que en las misas y rituales cristianos también se canta, y no diría que son canciones precisamente tristes; pero los rituales en sí son distintos:
no celebran el hecho de la muerte en sí, sino que celebran que nuestras almas trascienden a un plano espiritual, donde tal vez —y sólo tal vez— vivirán en el eterno descanso.
Sólo en dos momentos, además del ya he mencionado, he percibido la muerte de una manera distinta: en la primera estaba con mi mamá y mi hermana en una playa de la costa de Oaxaca y, una noche, nos despertó la música de una banda que pasaba al lado de nuestro cuarto; al salir, supimos que era una familia que celebraba la muerte de un pescador que había muerto más temprano. La segunda vez, fui al velorio de una compañera de mi facultad y, después de una misa y todo lo que eso implicó, mis compañerxs sacaron sus instrumentos y empezamos a cantar canciones que a nuestra compañera le habría gustado bailar y cantar con nosotrxs. No me consta, pero estoy bastante segura de que el tono de la música influyó en cómo percibí la muerte en esas tres ocasiones.
Hace poco —no me pregunten por qué— entré a conocer el Panteón Xoco, el que está a un lado de la Cineteca. El estar rodeada de todas esas cruces, el ambiente húmedo, frío y oscuro, me hicieron sentir el pesar que tantas veces he sentido al enfrentarme a la muerte; supongo que eso seguirá pasando. Sin embargo, ahora recuerdo el panteón al que llegué aquella vez en San Juan Chamula, y que la sensación no fue la misma.
Me pregunto si la muerte duele menos cuando se celebra con música alegre.
* Para leer el número completo en el que originalmente salió este texto, da click aquí :)
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