Una música que suena a contemplar el mundo desde una recámara vacía. Que suena a día lluvioso, a tristeza, y a pájaros que cantan en el afuera brumoso. Ritmos leves y percudidos por capas de polvo sonoro, una intención lo-fi en que todas las cosas se suspenden. Esta suspensión, sin embargo, no es inmaterial o cósmica: la inclusión de sonidos mecánicos, desvencijados, nos lleva a considerar la brutal materialidad de los objetos. A pesar de que estamos —como yo ahora— en la computadora de la oficina, tecleando furtivamente sin que nadie se dé cuenta de lo que estoy haciendo, y escuchando música desde una pestaña de YouTube, el sonido incierto de lo que no está se convierte lentamente en una paradoja: nos lleva a sentir que tenemos el cassette en las manos, o que acabamos de descargar de Ares o LimeWire (bellos recuerdos) una canción que alguien, en turno, pirateó de un medio material. Con el tiempo, y como fue la intención de William Basinski con sus Disintegration Loops, nos quedaremos con el sonido puro, terroso, de esa materialidad: acaso con el murmullo de la canción que queríamos guardar muy al fondo.
Estas son las sensaciones que me quedaron al escuchar Patrimonio inmaterial de la nada (2021) y En átomos volando (2022), primer álbum y EP respectivamente, del artista colombiano Nicolás Vallejo bajo el nombre de Ezmeralda. En estos, Vallejo absorbe algunos de los planteamientos formales que caracterizan a la vanguardia musical de su país (homenajear las diversas raíces de la cumbia y el vallenato mientras se integran elementos de diferentes géneros clásicos y experimentales) y los recontextualiza en el panorama de un ambient melancólico, gracias al cual los ritmos consabidos de la música popular colombiana no están sino muy al fondo de las composiciones: es como, cuando había una fiesta en casa de tus padres, tú te quedabas dormidx entre dos sillas y escuchabas a todo el mundo festejar alrededor, mientras los sentidos se te iban apagando.
Ezmeralda apunta a esa tactilidad en su práctica artística, a la capacidad de la memoria y de los recursos cognitivos para acceder a lo que está borroso, oculto, pero de igual manera es reconfortante. En esta búsqueda, se subraya la emergencia de una necesidad de plantear un ambient de la memoria desde lo latinoamericano, compartida por artistas como Palmasur en México y Kasa de Orates en Chile, proyectos que coinciden en recurrir a la experimentación sonora y a la producción electrónica de sonidos para formar puentes —por así decirlo— entre el imaginario de un pasado en fragmentos, evanescente, y los recursos tecnológicos y de vida cotidiana en que se desenvuelve nuestro ahora. Sin embargo, donde los proyectos mexicano y chileno toman como referentes el hip-hop abstracto y el dark ambient, Ezmeralda se enfoca más claramente en el espacio liminal entre la música y el arte sonoro.
Si a alguien pudiéramos comparar la práctica de Vallejo, bien podría ser el productor y compositor Leyland Kirby, autor de proyectos como The Death of Rave (2014) (en el que manipula tapes y otros recursos análogos para recrear el ambiente espacial de los raves noventeros, muchas veces con un humor oscuro) bajo el pseudónimo V/Vm. Everywhere at the End of Time (2016-2019), su trabajo más célebre como The Caretaker, nos presenta una larga y compleja investigación sonora sobre la pérdida de la memoria. Por medio de viejas canciones de salón, con un ambiente que remite a The Shining (Kubrick, 1980), el artista interroga cómo percibe la mente al sufrir condiciones como la afasia, el delirium tremens y el Alzheimer. Influidos por la viralización de los sonidos y procesos de The Caretaker, muchos artistas se han dispuesto a realizar obras equivalentes en otros contextos, o apropiar la misma propuesta conceptual en diferentes geografías, objetivos demográficos y subculturales (sobre esto, el canal de YouTube El último Tv-Nauta ha hecho un gran video). Aun cuando Vallejo no cita directamente a Kirby en ningún momento de su trabajo, la proliferación de obras que capturan este sentimiento melancólico, la pregunta por la memoria, en el espacio sonoro latinoamericano, nos indican que algo en esas preguntas y caminos aurales nos está llamando.
Si bien Ezmeralda como proyecto parece apuntar hacia un territorio de memoria histórica (su música nos lleva a recrear el espacio aural de tiempos que ya no existen en la contingencia que crea el sonido mismo), los proyectos inspirados por The Caretaker tienden a basarse más bien en la memoria como problema-eje. Esto cambia, sin embargo, en el otro proyecto del que quiero hablar: Somewhere in Mexico, at the End of Time, de César Ayala Mejía. Este proyecto podría servir simplemente como una adaptación del concepto de Kirby utilizando los referentes de la cultura que se entiende como “mexicana” (boleros, música ranchera, pop de antaño) para construir una imagen de la decadencia de la memoria y del proceso cognitivo. Sin embargo, al recontextualizar esta pieza, Ayala Mejía ha logrado algo muy similar a lo que plantea Ezmeralda. Su música no es solamente “cómo se escucharía la memoria de alguien que está perdiendo la capacidad de recordar”, sino que, de una forma similar al colombiano, nos ayuda a aproximarnos a los espacios dolientes de la historia, nos recuerda que el México que tenemos ahora no es (quizás nunca ha sido) el de las grandes galas rancheras, las películas del siglo de oro y la radio A.M. a la que nos remiten las canciones incluidas en la mezcla.
Lo “mexicano”, como toda identidad colonizada, siempre ha sido una mezcla de referentes, espacios y comportamientos instituidos de forma suplementaria; debajo de ello hay, haciendo alusión al título del gran libro de Guillermo Espinosa Estrada, un caos de ruinas apenas visibles: la identidad, toda identidad, en nuestros tiempos, está construida por paradojas y límites, por espacios de desencuentro en los que difícilmente nos podremos encontrar. Sin embargo, a pesar de esta confusión, del miedo que nos provoca no reconocernos en los objetos y espacios de nuestra cultura progresivamente, la pedacería de los materiales que hemos absorbido en nuestras vidas nos sigue diciendo algo, nos lleva a las lágrimas o nos permite una sonrisa melancólica, que revela la simple cosa que en realidad nos une: el estar aquí, el habitar el mismo espacio y tener referentes similares, puede impulsarnos a entender nuestro contexto de otras maneras, y es el germen a partir del cual (como demuestran estas dos prácticas artísticas) se nos pueden presentar otras imágenes del mundo.
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